Publicado en La Nación, domingo 28 de enero de 2018
Esta campaña política no ha sido la fiesta cívica que tradicionalmente hemos vivido cada 4 años. Es una campaña atípica por diversas razones. Bajo el influjo del estrés post-traumático por el cementazo, la acumulación de casos de corrupción y de gobiernos que no han estado a la altura de lo prometido ni de lo esperado, muchos costarricenses han perdido su identidad partidaria y se han indispuesto con la política. La apatía y la desconfianza, sumadas a un manojo de candidatos que en su mayoría no despiertan emoción, han hecho de la campaña un acontecimiento frío y soso. Los indecisos son el grupo con más adeptos, y su decisión bien podría ser votar nulo o no votar, o escoger opciones radicales.
Aún así, en los pocos días que faltan para la elección, el ambiente podría calentar y así concretarse la magia que, para bien y para mal, normalmente tienen las contiendas electorales , y que es lo que a fin de cuentas nos seduce para votar por determinado aspirante. Sin ánimo de restarle valor a las campañas como vehículo esencial de toda democracia, tienen un defecto que es necesario resaltar: son un acto de ilusionismo tanto para los votantes como para los candidatos.
Nada, o casi nada, es lo que parece. Parte del encantamiento está en que no todo candidato carismático será buen gobernante, pero a todos los mercadean como si lo fueran. En nuestra historia reciente hemos pagado caro esos hechizos. En la era del predominio de la imagen y del ruido por encima de la esencia y del contenido, el peligro de equivocarnos en una elección se ha multiplicado. Podríamos perder la oportunidad de escoger a un buen estadista simplemente porque no es el más carismático.
La sobre exposición mediática de la política y los políticos producto de la revolución digital tiene enormes beneficios, pero contribuye también a la confusión del electorado. La abundancia de imágenes, videos, memes, y de noticias verdaderas y falsas en que se promueve el desprecio hacia los políticos, nos han creado prejuicios difíciles de erradicar. Además, la sobredimensión de hechos irrelevantes por el afán de captar audiencia, seguidores, rating y likes, nos dificulta hacer una apreciación clara y serena.
Últimamente la discusión nacional ha sido secuestrada por temas polémicos que provocan emociones exaltadas y están llevando a mucha gente a cambiar su intención de voto de forma impulsiva. No son temas irrelevantes; sin embargo, centrar la decisión en ellos parece un lujo que no podemos permitirnos cuando aún tenemos pendientes de resolver problemas esenciales como la pobreza estructural, la seguridad, el déficit fiscal, el desempleo, la calidad de la educación, la reforma del Estado, la infraestructura y la competitividad del país.
La publicación constante de encuestas –muchas con cero rigurosidad-, el sesgo de algunos medios, las burbujas de relaciones interpersonales o digitales que nos refuerzan lo que creemos o queremos creer, contribuyen a crear espejismos. Somos un electorado cada día más voluble y volátil.
En el mar de confusión que predomina, los mal llamados debates –donde lo ausente es precisamente el debate- ofrecen una ojeada muy superficial sobre algunas propuestas de los candidatos; pero mucha gente basa en ellos su decisión, como si la capacidad de responder bien en un minuto equivaliera a la capacidad para gobernar. La asertividad es importante, por supuesto, pero puede ser también una ilusión. La integridad, la preparación, la experiencia, la visión del país y del mundo, y el equilibrio mental y emocional del candidato son más importantes. También su capacidad para convocar a las personas más competentes a su equipo de gobierno.
En política el corazón prima sobre la razón y por eso es que somos tan vulnerables a sus hechizos. Al apelar a nuestros temores y creencias, a sentimientos como la desconfianza y el enojo, logran polarizar al electorado, cuando lo que necesitamos es compromiso y concertación para abordar los “supratemas” nacionales.
La elección resultante de esta campaña puede ser la más importante de los últimos 60 años. Podemos poner en riesgo la paz social y la institucionalidad democrática, o condenar al país al retraso, no solo en lo económico. Coordinar nuestra inteligencia colectiva como miembros de una nación para decidir lo mejor para todos, es un reto cuyo análisis excede este espacio; de momento nos toca apelar a la responsabilidad individual que atañe a cada uno en la determinación del futuro próximo.
Para sortear el ilusionismo electoral que nos abruma, analicemos cómo nos estamos informando, qué fuentes consultamos, con quiénes conversamos, qué tipo de estímulos nos están seduciendo y a qué le estamos dando prioridad. Luego tomémonos el tiempo para meditar nuestra decisión y votemos por quien esté mejor equipado para encaminar al país hacia el desarrollo. Que esta vez prime la razón sobre el corazón.
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