Australia y Brazil están realizando experimentos audaces que podrían inspirar cambios globales significativos en cuanto a la interacción de la población menor de edad con la tecnología. Australia decidió prohibir a menores de 16 años utilizar redes sociales y Brasil vetó el uso de celulares en las aulas. Estas medidas, aunque diferentes en su enfoque, ilustran la creciente preocupación mundial y comparten un objetivo común: proteger la salud mental, el desarrollo cognitivo y el rendimiento académico de nuestros jóvenes.
Una serie de estudios han vinculado el uso excesivo de redes sociales con problemas como ansiedad, depresión y ciberacoso, entre otros. Los riesgos de estar expuestos a pornografía, a relaciones impropias, a sexting y otros, son inversamente proporcionales a la edad del usuario de la tecnología. Además, se sabe que los celulares pueden disminuir la concentración en el aula, especialmente de aquellos estudiantes que ya enfrentan dificultades académicas.
Claro está, la implementación de estas leyes no está exenta de desafíos y plantea interrogantes sobre su efectividad y escalabilidad. En el caso australiano, la verificación de la edad es lo más crítico. Requiere que las plataformas digitales desarrollen sistemas más robustos que los actuales, para identificar a los usuarios menores de 16 años. Esto no solo implica un costo financiero considerable, sino que también plantea preocupaciones sobre la privacidad de los datos. Además, la posibilidad de que los jóvenes eludan estas restricciones utilizando VPN o cuentas falsas es otra realidad que no se puede ignorar.
Brasil enfrenta sus propios desafíos con respecto al uso de celulares en las aulas. Antes de la nueva ley, solo un pequeño porcentaje de centros educativos había implementado prohibiciones similares en parte porque la capacidad de las escuelas para fiscalizar efectivamente el cumplimiento es limitada. Basta imaginar a un docente tratando de imponer la norma y gestionando la resistencia cultural en grupos de 30 estudiantes o más que ven sus dispositivos como extensiones esenciales de su vida social. Brasil, además, enfrenta el reto de la desigualdad: limitar el acceso a la tecnología en las aulas puede perjudicar a quienes tienen menos recursos y vienen de hogares con clima educativo bajo.
Por ello estas restricciones topan con cierto escepticismo y no pocas críticas. ¿Son realmente efectivas? ¿Abordan las causas subyacentes de los problemas mentales en lugar de simplemente poner parches? Prohibir no es sinónimo de solucionar. La tarea de captar el interés de los jóvenes y despertar su sed por aprender va más allá de eliminar las distracciones tecnológicas en el aula. Ignorar las causas profundas del malestar juvenil – como la presión social, el bullying o la falta de habilidades para gestionar emociones – no resuelve el problema.
Al evaluar si estas políticas son apropiadas y escalables, es importante considerar sus fortalezas y debilidades. Por un lado, Australia ha depositado la mayoría de la responsabilidad en las empresas tecnológicas y no tanto en los usuarios o sus padres. Esto podría establecer un precedente positivo para otros países que buscan abordar este problema.
Brasil, por su parte, cuenta con un respaldo mayoritario entre los padres, lo que sugiere un apoyo social significativo para sus medidas. Sin embargo, ambos países deben poner atención a cuestiones relacionadas con la privacidad y el acceso desigual a recursos tecnológicos.
La escalabilidad de estas políticas dependerá también del contexto local. Países con alta penetración tecnológica y recursos suficientes para implementar sistemas efectivos podrían beneficiarse al replicar el modelo australiano. Sin embargo, naciones con sistemas educativos frágiles podrían necesitar enfoques más flexibles que no restrinjan completamente el acceso a tecnologías digitales. Lo cierto es que otros países observarán atentamente si estas prohibiciones se convierten en modelos efectivos o si revelan las limitaciones inherentes a la regulación tecnológica.
Para convertirse en productos mínimos viables, estas restricciones deben cumplir ciertos requerimientos básicos:
- Adaptación tecnológica: garantizar sistemas de verificación de edad no invasivos y respetuosos de la privacidad. 2. Equilibrio entre protección y autonomía: es esencial evitar que las restricciones ahoguen las habilidades digitales necesarias en un mundo cada vez más tecnológico. 3. Evaluación continua de los impactos en la salud mental y el rendimiento académico para ajustar las medidas según sea necesario.
Hay varios antecedentes de regulaciones en este campo. El Reglamento General de Protección de Datos europeo requiere el consentimiento de los padres para el procesamiento de datos personales de menores de 16 años; sin embargo, estas disposiciones no interfieren con las leyes internas de cada uno de los 27 países miembros, que pueden reducir por ley este límite hasta los 13 años, como es la norma en Estados Unidos.
A partir de 2024, en Países Bajos entrará en vigencia la prohibición del uso de celulares y tabletas en las aulas mientras Suecia ha buscado limitar de forma indirecta el uso de tecnología en las aulas móviles al redireccionar su presupuesto educativo para invertir más en libros impresos. Francia e Italia han legislado para obligar a las plataformas a verificar la edad de los usuarios y obtener el consentimiento parental para menores de 15 años. Por su parte, España ha optado por permitir el uso de redes sociales desde los 14 con consentimiento parental, buscando un equilibrio entre acceso y protección en un esquema de responsabilidad compartida.
Necesitamos un debate más profundo a escala global, pero también dentro de cada país, para tomar en cuenta las particularidades socioculturales que pueden hacer más o menos efectiva determinada medida. No se trata solo de prohibir o permitir, sino de entender cómo la tecnología impacta a niños y jóvenes y cómo se les puede ayudar a navegar el mundo digital de forma segura y que fomente su bienestar. Aún en aquellas sociedades que opten por imponer ciertas prohibiciones, la solución requiere también educar, acompañar y empoderar. La clave está en encontrar un enfoque equilibrado que proteja a nuestros jóvenes sin comprometer su desarrollo integral ni su capacidad para desenvolverse en un mundo digital complejo, en el que se habla incluso de ciudadanía digital como un componente más de la ciudadanía plena.
La discusión nos atañe a todos en todos los ámbitos, tanto privados como públicos. En última instancia, es nuestra responsabilidad como sociedad garantizar que nuestros niños y adolescentes crezcan en entornos seguros y saludables en los que puedan alcanzar su máximo potencial.
0 comentarios