En todo el orbe, la democracia hace equilibrios sobre un hilo muy delgado; América Latina ofrece ejemplos categóricos. Por citar solo dos prominentes, Brasil y Perú están inmersos en sendas crisis políticas que, si bien tienen diferencias, comparten el haberse nutrido de una grave erosión de los partidos políticos, una alta polarización sociopolítica y la penetración de la post-verdad a través de las tecnologías de la comunicación, entre otros factores. Los brasileños y los peruanos, igual que millones de personas que viven en países que en algún grado califican como democráticos, se han visto obligados a votar por candidaturas poco potables, cuestionadas, extremistas y/o populistas.
Los electores moderados, los del centro, que son la mayoría, han quedado huérfanos o sin representantes viables. La política se ha devaluado como oficio, el conocimiento y la experiencia se han desestimado para dar paso al personalismo y al espectáculo, con una creciente dosis de improvisación. Este proceso ha sido consentido por un electorado mayormente indiferente y desinformado, a la par de un nuevo segmento ciudadano: la fanaticada. El votante crítico es la excepción; abundan, en cambio, los hinchas políticos que se identifican ciegamente con sus ídolos en quienes proyectan sus más preciados anhelos.
En Costa Rica, solo 10% de la población confía en los partidos políticos, 19% en la Asamblea Legislativa, y 14% en el Ejecutivo, según el último Latinobarómetro. Uno de los mayores retos de la democracia es, por tanto, restablecer la confianza de la ciudadanía en sus operadores; ello pasa, inevitablemente por elevar la calidad de estos.
En el cosmos de operadores de la democracia, los partidos son esenciales. El artículo 98 de la Constitución Política dispone que deben ser expresión del pluralismo político, concurrir a la formación y manifestación de la voluntad popular y ser instrumentos fundamentales para la participación política. En teoría, estas agrupaciones son centros de pensamiento, vehículos de participación ciudadana y canalizadores de la diversidad de demandas del pueblo. Pero, ¿lo son en la práctica?
Veamos algunos datos: según recientes Informes del Estado de la Nación, las actividades cotidianas de los partidos fuera del ciclo electoral son mínimas; no tienen registros de militancia ni efectúan reclutamiento activo; la formación a sus militantes es nula o discontinua; salvo pocas excepciones, las agendas e ideologías son poco diferenciables; y su contribución a la solución de los problemas nacionales se reduce mayormente a responder a sus grupos y asuntos de interés. En síntesis, los partidos costarricenses están poco institucionalizados; ello ha menoscabado la estabilidad del escenario y de los actores, y la previsibilidad sobre su comportamiento lo que, a su vez, reduce la efectividad y la eficiencia del sistema.
Otros datos del Latinobarómetro dan más indicios: casi la mitad de la población costarricense (49%) considera que nuestra democracia tiene “grandes problemas”; el 43% está insatisfecha con ella y no le importaría que un gobierno no democrático llegara al poder si “resuelve los problemas”; para este grupo, es mayor la disposición a perder la democracia que la fe en su eficacia.
Solo el 9% opina que en el país se gobierna para el bien de todo el pueblo, mientras que el 89% siente que se gobierna para el beneficio de “grupos poderosos”. El 66% de la gente considera que la corrupción en Costa Rica aumentó; somos el tercer país con la percepción más alta de corrupción.
Los sistemas reaccionan a las crisis; generan soluciones que, de no ser planeadas y concertadas, pueden ser peores que la enfermedad. Por ejemplo, la proliferación de partidos pequeños, sin arraigo en segmentos ciudadanos significativos y sin clara definición ideológica, es una mala respuesta de un sistema político quebrado. La hiper fragmentación partidaria ha producido confusión en el electorado y alta volatilidad del elenco político; además, ha reducido la necesaria predictibilidad de las dinámicas a un mínimo pernicioso para la negociación, el logro de acuerdos y la gobernabilidad. Asimismo, la alta dispersión genera políticos menos experimentados, lo cual entorpece las dinámicas políticas, así como en la calidad de la política pública, explica Scott Mainwaring, politólogo experto en política latinoamericana.
La atomización partidaria podría también asociarse a una combinación de fallas en la normativa, -concebida para un régimen de partidos pequeño y estable, ya extinto-, que incluyen la laxitud de los requisitos para inscribir agrupaciones, la inopia de causales para desinscribir las que dejan de cumplir su cometido, así como la ausencia de reglas para mitigar el transfuguismo, entre otras.
Es indispensable remediar tanto las flaquezas estructurales del esquema político, como su credibilidad ante la opinión pública. En el libro “La revancha de los poderosos”, Moisés Naím disecciona los graves riesgos que el populismo, la polarización y la post-verdad suponen para las democracias. Sugiere que las naciones republicanas se atrevan a pensar fuera de la caja y a experimentar reformas que revitalicen la complexión democrática y reconstruyan los puentes entre el pueblo y sus representantes.
La Asociación Poder Ciudadano Ya nació precisamente con ese objetivo. En el 2019 propusimos un cambio en el modelo de elección de diputados; en ese momento no prosperó, pero estamos convencidos de que en un futuro cercano el país debe retomar dicha discusión amplia y responsablemente. En el 2021 logramos la aprobación de la ley 10018, Ley para brindar mayor transparencia y acceso a la información en el proceso electoral. En el 2023 promoveremos una serie de reformas puntuales cuyo propósito es, precisamente, fortalecer el sistema de partidos y mejorar la calidad de la representación política. Confiamos en que la actual Asamblea Legislativa tiene las condiciones necesarias para impulsar las urgentes reformas en esa dirección y, por ende, acoger y respaldar nuestras iniciativas.
Publicado en La Nación el 12 de enero de 2022.
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