Pocas cosas son tan omnipresentes en nuestra cotidianeidad como la burocracia, esa parte de la administración pública definida por Max Weber como la más eficiente forma de organización. Enmarcada por normas racionales y legales, la burocracia supone una estructura jerárquica en la que el grado de autoridad y de responsabilidad del funcionario dependen de su posición en la estructura; hay división de tareas y rutinas estándares; todas las comunicaciones deben ser escritas. La organización se fundamenta en las necesidades del sistema, no de las personas que lo conforman. Y su trabajo está al servicio del bien común.
Los buenos burócratas son responsables por el uso adecuado de los recursos a su disposición; no son dueños de su cargo, sino que lo obtienen y permanecen en él con base en criterios técnicos como sus competencias, diligencia y productividad; el salario debe ser acorde con el grado de responsabilidad y la naturaleza del trabajo. Todo lo anterior implica, claro está, evaluaciones periódicas que permitan dar compensaciones como aumentos salariales o ascensos.
Además de la eficiencia, los principios de la buena burocracia tienen otra finalidad crucial: cultivar la confianza de los ciudadanos en el Estado. Dado que no es posible ni deseable que el servicio público dependa de un vínculo personal entre funcionarios y administrados, la burocracia debe fomentar constantemente nuestra confianza en esa organización cuyos miembros realmente no conocemos. Así entendida, la burocracia abarca mucho más que al funcionario de ventanilla o escritorio.
Como toda moneda tiene dos caras, el desarrollo exagerado o mal entendido de la organización burocrática puede traer proliferación de trámites, rigidez excesiva de procedimientos, parálisis en la toma de decisiones y favorecimiento indebido a ciertas personas o grupos. Estas prácticas enviciadas afectan la competitividad, el crecimiento económico y el desarrollo equitativo del país. Por eso despiertan desconfianza en el pueblo con grave riesgo para la paz social.
En la obra Sobre la Violencia, Hannah Arendt concluye que el poder es un instrumento de mando y el mando es una manifestación del instinto de dominación, «de hacer que otros hagan lo que yo decida«. En una democracia se supone que el pueblo es quien domina a quienes le gobiernan dentro de un marco institucional aceptado por todos, que permite cada cierto tiempo retirarle pacíficamente el poder a quien gobierna. Pero no ocurre así con la burocracia, que se mantiene aunque cambien los gobernantes; el problema es que lo que se concibió para garantizar la calidad del servicio público, la continuidad y la seguridad jurídica, fácilmente degenera en una forma abusiva de poder del servidor público sobre el pueblo.
A mediados del siglo pasado decía Arendt: «Hoy debemos añadir la última y quizá más formidable forma de semejante dominio: la burocracia o dominio de un complejo sistema de oficinas en donde no cabe hacer responsables a los hombres, ni a uno ni a los mejores, ni a pocos ni a muchos, y que podría ser adecuadamente definida como el dominio de Nadie«. El poder de Nadie es el más tiránico de todos, precisamente porque no existe nadie a quien preguntarle por lo que está haciendo; por ende, es imposible localizar la responsabilidad. Así, según Arendt, la burocracia puede devenir en una tiranía sin tirano.
Esa tiranía la hemos experimentado quienes hemos tratado de hacer un trámite; da igual si para solicitar un servicio o para cumplir con la ley. Obtener un permiso de construcción, cumplir la infinidad de requisitos para operar en la formalidad, inscribir trabajadores para contribuir con la seguridad social y garantizarles una pensión, solicitar la inscripción como contribuyente de Hacienda, todo es un calvario. A esto se suma la frustración de no saber claramente a quién responsabilizar por los atrasos y los excesos. El dominio de Nadie sobre los administrados impotentes.
Hay casos extremos, como el de doña Eloísa Castro quien vivió medio siglo excluida de todo servicio por el aparato administrativo hasta que hace poco, tras un proceso de 2 años para declararla apátrida, pasó al lado legal de la historia. Paradójicamente, a partir de ahora conocerá el vía crucis de lidiar con la burocracia. O el de una persona indigente, sin familiares conocidos que, tras sufrir un derrame cerebral, debió quedarse 6 meses más en el hospital con el consecuente riesgo de contraer infecciones. El Consejo Nacional de Personas con Discapacidad -ente responsable de promover el cumplimiento de los derechos humanos de la población con discapacidad y su desarrollo inclusivo en todos los ámbitos de la sociedad- se negó a colocar al señor en un albergue adecuado a su situación porque carece de documentos de identidad. No fue sino hasta que la Sala IV resolvió un recurso de amparo interpuesto por el hospital, que el CONAPDIS aceptó proveerle un lugar donde vivir dignamente.
Ciertamente los procedimientos administrativos deben ser estándares, formales y basados en el principio de legalidad. Pero cuando la burocracia se deshumaniza al punto de sacralizar los trámites como si fueran fines y no medios, a costa de la calidad del servicio y, por ende, de la calidad de vida de los ciudadanos, desvirtúa su razón de ser y traiciona nuestra confianza.
Razón tenía Hannah Arendt al afirmar que los excesos de la burocracia podrían detonar la violencia social. El descontento de la ciudadanía con la corrupción de funcionarios a niveles inéditos, los salarios y pensiones privilegiados del sector público, el desperdicio de recursos, la excesiva tramitomanía y el deterioro de los servicios públicos, entre otras cosas, están atizando el fuego del enojo popular. El bono de confianza que el pueblo tico depositó en la administración pública está devaluándose aceleradamente. Trabajar en la informalidad, evadir el pago de impuestos o pagar coimas para acelerar un trámite, son solo algunas de las formas negativas en que se manifiesta el descontento.En los últimos años, gracias a la capacidad de organización que permiten las redes sociales, con creciente frecuencia vemos al pueblo en las calles y plazas haciendo demandas puntuales y no tan puntuales. En otros países la indignación popular ha hecho caer funcionarios y gobiernos.
Por supuesto que hay miles de buenos burócratas de manual weberiano; pero su loable labor es opacada diariamente por los que abusan del «poder de Nadie«. La burocracia no puede parapetarse con indiferencia dentro de su castillo (la referencia a la obra de Kafka es inevitable). Por el contrario, jerarcas y funcionarios de todos los niveles en todas las instituciones y Poderes de la República, deben hacer auto evaluación y auto crítica. Los ciudadanos demandamos un paradigma burocrático renovado: demandamos muestras claras del compromiso con los principios fundamentales del servicio público; demandamos compromiso, integridad, apertura, transparencia, simplificación y modernización de procesos. Solo por ese camino recuperarán nuestra confianza.
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