Al cerrar las escuelas y colegios durante una semana y media en todo el territorio nacional -indistintamente de si estaban ubicados en zonas con alerta roja o amarilla-, ante los severos aguaceros y el riesgo de inundaciones, el Ministerio de Educación Pública (MEP) priorizó la seguridad de estudiantes, docentes y personal de centros educativos. Sin embargo, la falta de especificidad de la medida, que incluyó zonas donde no había riesgo significativo, nos hace preguntarnos sobre su proporcionalidad y conveniencia.
Esta extrema medida preventiva me recordó los tiempos de pandemia, que agarraron al MEP asando elotes, totalmente incapaz de sortear la situación y de tomar decisiones informadas, pertinentes, oportunas y adaptativas. En aras de la protección de la salud, se decretaron cierres totales, prolongados e indiscriminados, que no distinguieron circunstancias específicas como incidencia de contagios, contexto demográfico, tipo de infraestructura, ubicación geográfica, grado de vulnerabilidad, penetración de conectividad a internet y otras condiciones propias de cada centro educativo y de cada comunidad, que habrían permitido cierres escalonados, intermitentes y geográficamente diferenciados, como hicieron otros países.
En el contexto actual, si bien es entendible que se actúe con precaución, especialmente en un país donde las lluvias pueden generar emergencias rápidamente, también hay que recordar que el derecho a la Educación es uno de los derechos fundamentales de la niñez y adolescencia; solo debe limitarse en casos y por motivos estrictamente forzosos y por periodos lo más cortos posible. Asimismo, en caso de imponerse limitaciones -como cierres de aulas- deben implementarse de inmediato acciones de contingencia con mecanismos compensatorios. La pandemia nos enseñó que la pérdida de días de clases afecta muy negativamente el aprendizaje y que los efectos sobre la socialización y el acceso a alimentación escolar, entre otras cosas, pueden ser dramáticos y quizás irreversibles para los estudiantes más vulnerables. Además, imponen al sistema un importante y costoso reto de remediación.
El Estado debe garantizar siempre la continuidad de los servicios públicos, lo cual incluye el educativo. La población tiene derecho a que la cobertura, la adaptabilidad y la calidad de los servicios públicos sean equitativas y a que la prestación solo se interrumpa en condiciones extraordinarias y por periodos razonablemente cortos.
Las instituciones que prestan servicios públicos – que siempre deben tener a la persona usuaria al centro de toda decisión y acción- no solo deben salvaguardar la integridad física de la población y proteger y recuperar la infraestructura; deben asegurar la continuidad de los servicios ante cualquier eventualidad y mitigar las consecuencias de su afectación. Costa Rica cuenta con una Política Nacional de Gestión del Riesgo (2016-2030). Sin embargo, según un estudio realizado por la Contraloría General de la República en el 2020, solo 36,3 % de todas las instituciones públicas y 44,7 de las del Gobierno Central y sus órganos desconcentrados cuentan con planes de continuidad de sus operaciones ante eventos disruptivos.
El MEP cuenta con un Área de Gestión del Riesgo ante emergencias, desastres y riesgo social y una Dirección de Planificación Institucional encargada de coordinar las acciones pertinentes para identificar, prevenir y administrar los peligros en los centros educativos. Existe el Comité Sectorial de Educación en Gestión del Riesgo y comités regionales e institucionales responsables de elaborar, actualizar, divulgar e implementar los Planes para la Gestión del Riesgo de los centros educativos y los Planes de Preparativos y de Respuesta ante Emergencias. Además, el MEP tiene representación en los Comités Municipales de Emergencias y ante el Centro de Operaciones de Emergencia.
En principio, cada centro educativo cuenta con un Plan de Gestión de Riesgo que contempla los elementos fundamentales propios de eventos de ese tipo: identificación y reducción del riesgo, definición de acciones preparatorias y de respuesta ante una emergencia, organización de equipos de trabajo, señalización de salvamento y seguridad, rutas de evacuación, áreas de concentración de víctimas y de entrada de equipos de emergencia, evaluación de daños y necesidades, procedimientos operativos de respuesta, comités de rehabilitación, procedimiento de reingreso a las instalaciones, etc. Cada centro es responsable de los procesos de rehabilitación así como de la continuidad pedagógica.
Ahora bien, ¿hay recursos para implementar esos planes? ¿Son integrales? ¿Van más allá de la atención inmediata para salvaguardar la vida de la población educativa y la rehabilitación de las instalaciones en caso de emergencia en una escuela? En otras palabras, ¿dichas estrategias contemplan la necesidad y aseguran la capacidad de mantener la continuidad del servicio, no solo dentro del plantel educativo sino, especialmente, fuera? Si se inunda o se derrumba un colegio, ¿existe la capacidad de continuar proveyendo a los estudiantes la formación correspondiente en sus hogares?
Los desastres de origen climático no son acontecimientos excepcionales. Por dicha hay abundante información que permite prever cambios y tendencias de dónde, en qué época y con qué recurrencia suelen suceder. Según las proyecciones incluidas en el Estado Mundial de la Infancia 2024 publicado recientemente por Unicef, titulado “El futuro de la infancia en un mundo en transformación”, en el año 2050 la cantidad de niños, niñas y adolescentes expuestos a olas de calor extremas será 8 veces mayor al registrado en la primera década de este siglo; la cifra de menores expuestos a inundaciones extremas será 3 veces superior, y el de afectados por incendios forestales extremos prácticamente se duplicará. Por ende, la planificación en materia de gestión de riesgo en el área de educación debe ser prospectiva y no puede limitarse a reaccionar ante el evento de un incendio, una crecida o un terremoto.
Los países deben desarrollar y financiar un plan que prevea un componente específico de protección de la infancia por ser la población más vulnerable al cambio climático, es la que lo sufrirá por más tiempo y de la que depende el bienestar futuro del país. En Costa Rica contamos con suficientes datos para saber, por ejemplo, que ciertas regiones rurales y costeras concentran mayores porcentajes de población menor de edad; si cruzamos esa información con la de mayor incidencia de eventos climáticos se pueden hacer planes de gestión de riesgo muy robustos y protocolos eficaces para asegurar la continuidad del servicio de educación.
Los planes deben ser interinstitucionales, intersectoriales (con participación de cada comunidad educativa) e integrales; deben tener un eje de decisión y gestión de riesgo de escala nacional (en el caso del MEP en manos del Consejo Superior de Educación y la jerarquía de la cartera), regional y por centro educativo. Es fundamental actuar con un enfoque diversificado para lidiar con diluvios torrenciales en el Pacífico en paralelo con lluvias normales en la GAM y días soleados en el Caribe y viceversa, para evitar cierres innecesarios en áreas no afectadas.
Posibles componentes de la estrategia: Una planificación con esas características debe incluir estrategias diferenciadas como ajustes en el calendario en algunas regiones del país para aprovechar más las épocas secas; jornadas más intensivas en ciertos meses o durante fines de semana en las zonas más propensas a emergencias climáticas; distribución previa de material impreso para que los estudiantes lo tengan en sus casas en caso de hechos que se prolonguen por más de un par de días; priorizar la conectividad de hogares y procurar la dotación de equipos en las zonas con mayor riesgo de sufrir suspensión de lecciones; utilizar el sistema de radio y televisión estatal y establecer alianzas con medios de comunicación regionales para que transmitan programas educativos sincronizados con el currículo escolar, que mitiguen la pérdida de aprendizajes; involucrar a las comunidades en la generación de soluciones paliativas para preservar la continuidad de la formación y los servicios concomitantes.
Claro está, la planificación adecuada y su eventual ejecución requieren de recursos. Garantizar la continuidad del servicio educativo demanda recursos. Cuando un docente cuenta que sus estudiantes se fueron 10 días para la casa sin material porque no hay presupuesto para distribuir fotocopias, no hay libros de texto para todos y la mayoría no tienen conectividad ni computadora, se me parte el corazón. Lo más probable es que la mayoría de esos chicos y chicas nunca aprenderán por completo la materia que no recibieron en esos días porque el sistema no ofrece continuidad ni tiene capacidad para compensar las interrupciones. ¿Qué estamos haciendo para impedir los efectos de estos y otros riesgos que penden sobre nuestra población estudiantil más vulnerable? Estamos recortando drásticamente el presupuesto para educación. El mismo Estado está produciendo damnificados educativos.
Artículo publicado en La Nación el 24 de noviembre de 2024.
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