Silenciar a la mujer es un recurso tan antiguo como la humanidad. Ha ocurrido desde siempre, y hay constancia escrita de ello, en todos los espacios y en todas las manifestaciones culturales, políticas, económicas, sociales y familiares. El primer caso documentado está en la Odisea, cuando el jovencito Telémaco hace callar en público a Penélope, su madre. Le ordena ocuparse de los quehaceres domésticos pues “La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo de mí, de quien es el poder en este palacio”.
La frase de Telémaco no es fortuita. “Se refiere al discurso público con autoridad (no la charla, el cotorreo o los chismes…)”, concluye la catedrática en estudios clásicos, Mary Beard, en su germinal artículo La voz pública de las mujeres. Para Beard ese ejemplo muestra cómo, desde los albores de la cultura escrita occidental, las mujeres eran excluidas de la conversación pública y controlar quién participaba en esta se consideraba parte integral de la construcción de la masculinidad.
Cita otros ejemplos como la comedia de Aristófanes que retrata como una fantasía el que las mujeres, tan torpes para hablar sobre temas elevados, pudieran hacerse cargo del gobierno. En la mitología grecorromana, Ío fue condenada a mugir en vez de hablar y la parlanchina ninfa Eco fue castigada a perder su voz y condenada a repetir solamente la última palabra dicha por otros; entristecida, Eco se aisla en la montaña hasta fundirse con ella.
Las pocas mujeres que en el mundo clásico logran hacerse oír en espacios públicos lo hacen como víctimas de alguna injusticia o como portavoces de intereses sectoriales, pero nunca en representación de hombres ni mucho menos de la comunidad en su conjunto. Más adelante, las que reclamaron su derecho a ejercer una voz pública fueron tachadas de andróginas; algunas, incluso “admitían” hablar como hombres. Se dice que Isabel I de Inglaterra para motivar a sus tropas en 1588, afirmó: “Sé que tengo el cuerpo de una mujer débil, quebradiza; pero tengo el corazón y el estómago de un rey, y además de un rey de Inglaterra.” Otras, demasiado audaces, fueron quemadas en la hoguera.
El recuento de Beard incluye al reconocido autor Henry James, para quien la influencia de las mujeres estadounidenses arriesgaba a convertir el lenguaje en un “un babeo sin lengua o un gruñido o un gemido”, “el mugido de la vaca, el rebuzno del asno y el ladrido del perro”.
A estas alturas del s.XXI esperaríamos que las mujeres pudiéramos participar, sin riesgos, en el territorio del discurso público en cualquier parte del mundo. Pero no es así. “La lucha de las mujeres por construir una sociedad en la que puedan vivir y respirar ha sido una lucha por la palabra”, dice Nuria Varela.
Hace unas semanas los talibanes, no contentos con tapar cada milímetro de sus cuerpos, expulsarlas de los medios de comunicación y limitar prácticamente todos los derechos y las libertades de las casi 20 millones de afganas, ahora las mandaron a callar: el sonido de la voz femenina está prohibido en los espacios públicos; ni siquiera pueden recitar poesía. Algunas han transgredido la ley moral subiendo a internet videos de grupos cantando; es fácil imaginar qué les ocurrirá si, a pesar de usar el niqab o el hiyab, logran identificarlas. Como nota al margen, Afganistán ostenta tasas de natalidad y de fecundidad (35,14% y 4,42% respectivamente) de las más altas del mundo.
Las afganas viven lo que podríamos llamar un salto temporal en retroceso. Como en el mundo antiguo, no tienen autonomía física, legal ni económica, no son ciudadanas y casi no son personas. Su realidad se puede sentir tan remota que mucha gente se preguntará por qué ocuparnos de sus problemas. Pues porque en esta aldea todo acto local tiene impacto global, porque la humanidad es una, porque hay una pujante agenda radical también en Occidente que no nos trata como iguales. En fin, porque en este lado del planeta también experimentamos diversas formas de silenciamiento.
Recortar el presupuesto de las carteras ministeriales dirigidas por mujeres, destinar mucho menos recursos a investigaciones realizadas por científicas y a investigaciones sobre dolencias y condiciones femeninas, excluir a las mujeres de las mesas de discusión y decisión, pagarles menos por el mismo trabajo, son algunas de las formas de callarnos. Otra modalidad de silenciamiento son los paneles de solo hombres (llamados maneles) con la excusa de que no hay “expertas en esas áreas”, excusa probablemente falsa en cualquier caso y abiertamente discriminatoria en otros, como cuando la Secretaría de Salud de México patrocinó un panel exclusivamente de hombres para hablar sobre lactancia materna.
Otra experiencia común para la mayoría de nosotras son las “intervenciones fracasadas”: opinar en un grupo en el que, cuando la mujer termina de hablar, algún hombre retoma la charla donde había quedado antes de que aquella abriera la boca. O cuando un hombre trata de explicarnos con condescendencia y paternalismo algo que es de suponer que ya sabemos, conocemos y entendemos -el mansplaining en inglés-.
Otra forma de ningunear las voces femeninas es no leerlas. Solo cerca del 19% de los lectores de mujeres autoras son hombres; en cambio, ellos son el 55% de quienes leen a los autores masculinos. “Sus historias no me representan ni resuenan conmigo, son cosas de mujeres”, dicen algunos. ¡Comos si las historias de hombres nos representaran a nosotras o ese fuera el único motivo por el que leemos! Tal vez a modo de conjura, en Una mujer insignificante, la extraordinaria novela de la autora costarricense Catalina Murillo, la narradora se dirige abiertamente y sin reparos a las “desocupadas lectoras”, parafraseando agudamente a Cervantes.
No encontré ningún estudio sobre el porcentaje de hombres seguidores de mujeres en redes sociales, en comparación con los que siguen a otros hombres; sería interesante conocer ese dato y también entender por qué las siguen y cómo interactúan con ellas. 73% de las mujeres en el mundo han estado expuestas o han experimentado algún tipo de violencia en línea; ese dato coincide con el de Costa Rica, donde, además, 61% de sus atacantes son de sexo masculino.
Las adolescentes están más expuestas que los muchachos (50,9% frente a 37,8%) a sufrir ciberacoso durante su vida. Las mujeres que son figuras públicas y las que participan en política reciben más ataques misóginos, degradantes y amenazantes que otras mujeres y que los hombres. Aún peores son los ataques que sufren las que intervienen en debates o escriben con enfoque feminista.
En la mayoría de los casos, la violencia en línea no es un delito neutro en cuanto al género, y tiene el objetivo de controlar o limitar la vida, el estatus, los movimientos y las oportunidades de las mujeres. La ciberviolencia tiene un efecto silenciador; en la mayoría de los casos provoca que las víctimas se retraigan del mundo digital, además de un deterioro en su salud mental, su sensación de seguridad y su autoestima. Claro está, los ataques no se limitan al ciberespacio, sino que son una extensión de la violencia de género que existe en el mundo físico, donde golpear y matar a las mujeres es, para algunos, la única forma de callarlas.
PUBLICADO en La Nación, el 4/09/2024
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